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martes, 18 de diciembre de 2012

►Afrontar la muerte con dignidad - Maria Dolores Vila Coro



Testimonio de la Doctora Maria Dolores Vila Coro, ex directora de la cátedra de Bioética y Biojurídica de la UNESCO,
Se publicó el 18 de septiembre de 2007

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jueves, 26 de julio de 2012

►El derecho a la vida antes del nacimiento




El individuo humano es concebido sin contar con su voluntad. Su desarrollo depende de la madre hasta el momento del nacimiento; después, de la familia y de la sociedad.

Romano Guardini 


El problema y la norma

La cuestión que nos interesa, se suele formular del siguiente modo: ¿es lícito destruir la vida del niño que está madurando en las entrañas de la madre?

Esta pregunta surge, en primer lugar, del hecho de que se trata de un ser singular que, sin embargo, influye sobre otros seres igualmente singulares y sobre grupos enteros. Primero, sobre la misma madre; y después, más ampliamente, sobre la familia y sobre el pueblo. La existencia de este ser podría significar la amenaza de un peligro para la madre, la familia y la colectividad. ¿Es lícito matarlo para evitar este peligro?

Sin embargo, la cuestión es más amplia. El individuo humano es concebido sin contar con su voluntad. Su desarrollo depende de la madre hasta el momento del nacimiento; después, de la familia y de la sociedad. Así pues, todos los que cooperan a su desarrollo, sobre todo los padres y el Estado, son responsables de él. Siendo así, ¿no deben, quizá, en determinadas circunstancias, representar el interés de un ser que todavía no es independiente, incluso en lo que respecta a su presencia física en el mundo? Si están persuadidos de que la vida de este futuro hombre será desventurada, ¿no es acaso su deber preservarlo de la desventura?

Estos problemas han sido siempre actuales, pero durante mucho tiempo fueron resueltos con fe en la divina providencia. Se convirtieron en agobiantes cuando muchos perdieron la conciencia de esta guía celestial y llegaron a una concepción del hombre como dueño y único responsable de su existencia. A la vez, paralelamente a este desarrollo, la sociología y la medicina crearon las premisas que hicieron posible una acción metódica en este campo. Finalmente, en la sociedad de masas de la existencia moderna, se fue perdiendo cada vez más el sentido -antes muy vivo- de la intangibilidad fundamental de la vida humana. Después, he aquí que se agrava la situación externa: alimentación y vivienda, educación y carrera universitaria, asistencia y cuidados médicos, son puestos de tal manera en entredicho, como sucede hoy de hecho, que aquellos problemas aumentan de intensidad de un modo amenazador. Tanto más cuanto que, en los últimos tiempos, el gobierno del estado y la educación del pueblo niegan radicalmente la dignidad del hombre y se han aliado con todo lo que de violento hay en su naturaleza. Estos hechos han ejercido un influjo grande sobre el modo de sentir y de juzgar de la mayoría de las personas. Y conviene –mencionándolo ya desde el principio– no dar por supuesto con demasiada facilidad que, discutiendo problemas como el que ahora nos ocupa, seamos personalmente inmunes a semejantes influencias.

En la medida en que el hombre salía de la barbarie, se hacía a la luz cada vez con más nitidez el principio que dice: no es lícito tocar la vida del hombre mientras no ha cometido un delito para el cual, según el derecho vigente, está fijada la pena de muerte; o bien mientras no ataca a otra persona, que sólo puede salvarse matando al agresor. Un tercer caso es el de la guerra. Pero en el juicio acerca de ella, de una generación a esta parte se hace evidente una crisis cada vez más profunda: cada vez se aprecia con más claridad que la guerra, tal como viene organizada por la "técnica", es bien distinta de aquella otra en la que estaban presente los valores, del todo obvios, de la fidelidad a la Patria, el honor, el valor del coraje y del sacrificio. Así, parece que el derecho a matar que se deriva de ella, no es ya tan indiscutible como antes.

De cuanto hemos visto hasta ahora, podemos concluir que no es lícito destruir la vida del ser humano que madura en el seno materno, puesto que no ha cometido ningún delito ni ha puesto a otro hombre en situación de legítima defensa. Y a pesar de todo, la vida de la madre puede ser puesta en peligro por el niño de manera tal, que se pueda deducir, de este "índice médico", un derecho a sacrificar la vida del hijo. La justificación para intervenir ante semejante peligro no es, sin embargo, tan evidente como a menudo se afirma: requiere un examen más detenido. Pero no vamos a ocuparnos ahora de eso. Lo que nos interesa ahora no es el "índice médico", sino el "social".

Quien da por justificado este índice, afirma: el ser humano en desarrollo está en relación inmediata con la vida de la familia y de la sociedad, a través de las cuales recibe una influencia y sobre las que, a su vez, ejerce un influjo. Ahora bien, la relación puede llegar a ser en tal modo desfavorable, que sea lícito preservar de sus consecuencias tanto a la familia como al hijo en cuestión, matando –digámoslo así– a este último. No pretendemos hacer una descripción minuciosa de la situación actual, cuya gravedad supera todo cuanto la memoria de Europa puede recordar. Me atrevo a esperar que el lector querrá creer que el autor –sin necesidad de esta descripción– sabe algo sobre ella; y que reconozca la obligación de hacer lo posible por dejar de lado tanta calamidad.

Quien trata de conservar limpia su conciencia en la discusión de nuestro tema, debe insistir en este punto si no quiere parecer un monstruo. Es muy fácil estimular el sentimiento y la fantasía contra los que defienden la inviolabilidad de este norma: la propaganda recientísima a favor de la así llamada "eutanasia" y todos sus efectos, resuena con estridencia todavía en nuestra memoria. A nosotros, lo que nos importa es preguntarnos con objetividad y precisión sobre los que es justo.

Por tanto, ¿es lícito matar un ser humano que no ha cometido ningún delito ni ha usado la violencia, porque pone en peligro a los otros con su existencia; y no en un peligro cualquiera, sino precisamente en un peligro grande?

Si se comienza a considerar el daño como razón suficiente para violar la vida humana, no se puede ya mantener ningún límite de modo conveniente.

Esta experiencia ha sido siempre válida, y hoy más que nunca. En el curso de la edad moderna, sobre todo en la última generación, se ha ido debilitando cada vez más el freno inmediato y eficaz de la vida instintiva y sentimental, o de la sujeción religiosa; los principios éticos e incluso los sociales son, sin embargo, vacilantes y ceden con facilidad ante una presión vital más fuerte. Por eso, el hombre ha llegado a ser –no sólo con respecto a las cosas sino también con respecto a los demás hombres– muy "funcional"; es decir, inclinado a tratar a sus semejantes como cosas que caen bajo la categoría de la utilidad. De lo cual se deriva lo que ya hemos dicho antes: que nuestro tiempo va disolviendo cada vez más a la persona singular en la masa. La unicidad, en cuanto cualidad esencial de cada hombre es, para muchos, algo muerto. Más o menos claramente, con un consenso más o menos grande, en muchas personas está vivo el planteamiento de que los hombres son tan numerosos, que la persona singular no tiene ya importancia. Es preciso no olvidar dos hechos oscuros y peligrosos: una educación y una praxis que impregna el comportamientos en sus mismas raíces y seis años de un conflicto enorme, han desatado el espíritu de la muerte que, hasta el momento, no ha sido todavía dominado.

No nos queda pues otra cosa por hacer que atenernos clara y decididamente a la norma ética, por la cual no es lícito matar un ser humano si esa acción no está justificada por el código penal o por la legítima defensa.

Objeciones


Se podría objetar que existe una evolución también en el ámbito de las costumbres de la humanidad y, por esa razón, no se deberían poner principios absolutos, sino tratar de alcanzar las normas nuevas de las nuevas situaciones. Luego, con tiempo y buena voluntad, se encontrará el camino justo. Es preciso, pues, examinar con cuidado la sustancia de este hecho.

Antes de nada, afirmamos que la intervención es siempre una intervención. Las experiencias demuestran que no se trata de algo sin importancia, como tan a menudo se la considera, sino de algo que compromete verdaderamente la salud física. Compromiso que es tanto más grave cuanto menos propicios son el estado general de la madre, la posibilidad de nutrición, de tranquilidad y de cuidados. Las mismas condiciones que deberían probar el derecho del índice social, se convierten al mismo tiempo en una protesta en su contra.

Todavía menos que la lesión física, es valorada la espiritual. El ser humano que madura en el seno materno no es, de ninguna manera, un apéndice (escrecencia) del tipo que sea, cuya extracción tan sólo puede resultar beneficiosa: está profundamente unido a todo el ser de la mujer y al "ethos" de su existencia. La madre se orienta, en cuerpo y alma, hacia la criatura no nacida, preparándose a la inminente maternidad. Por tanto, la intervención interrumpe un desarrollo que conforma (impregna) toda la vida física, espiritual y caracterológica de la madre. Verdaderamente, da miedo ver cómo se toman a la ligera estas cosas por aquellas mujeres y, sobre todo, por aquellos hombres que, de ordinario, tienden a ignorar la relación que hay entre los distintos procesos de la vida femenina, tanto entre sí mismos como con toda su existencia como mujer. Para encontrar una situación semejante por parte del varón, sería necesario pensar en un golpe tal que destruyese una obra en la que el artífice hubiese puesto en juego todo su ser (a la que el artífice hubiese dedicado toda su existencia).

De otra parte, es preciso observar que no sólo existen efectos claramente perceptibles, sino también efectos que no se advierten: las heridas íntimas y profundas del ánimo, que tal vez no se muestran ni siquiera a quien las sufre, pero que amenazan toda su estructura interior; las turbaciones de la conciencia vital, que constituyen un inexorable autocastigo, a menudo en cuestiones y en ocasiones que parecen no tener nada que ver con aquel hecho que ha sucedido. Una melancolía imprevista, una interrupción inexplicable de la iniciativa vital, una inseguridad aparentemente infundada de las relaciones ambientales… Si se siguieran con cuidado los hilos hacia atrás, conducirían hacia aquel daño provocado en las raíces de la vida, aun cuando los motivos aducidos en su justificación aparecieran razonables y urgentes.

Ciertamente, a estas consideraciones se puede oponer que existen peligros físicos y espirituales también si la intervención no se realiza a propósito. Con los argumentos aducidos, la cuestión no queda resuelta aún.

Podría tener más peso la indicación de otro peligro. Según el punto de vista de sus defensores, el "índice social" establece el derecho a matar al hombre en desarrollo en la medida en que con su nacimiento se produzcan daños relevantes a su familia y a él mismo. Pero una vez admitido este principio, ¿se limitaría al "índice social"? ¿Acaso no se ha delineado otro índice en los pasados años: el "político"? ¿No ha sido declarado por la máxima autoridad que promulga y exige el cumplimiento de las leyes, o sea, por el Estado, que le corresponde decidir si uno de sus súbditos puede conservar la vida o perderla? Y perderla, no porque haya cometido un delito o porque su existencia cause daños a los otros, sino más bien por el simple hecho de que ese súbdito concreto le parece un indeseable al Estado a causa de una cualidad singular: por ejemplo, su pertenencia a un determinado pueblo. Parece una fantasía de novela de intriga, pero durante doce años fue la teoría y la praxis oficial. Pero de una concepción similar se puede aún deducir, sin duda, que el Estado tiene el derecho de determinar qué niños pueden llegar a nacer y cuales no. ¿Y quién puede decir qué posibilidades esconde el futuro si caminamos en esta dirección? ¿Qué pueblo resultará indeseable y a cual estado se lo parecerá?

En este tipo de cuestiones, apenas desaparece el principio absoluto y ocupa su lugar un juicio práctico de utilidad o nocividad, no hay forma de establecer un límite, y todo empieza a caminar de mal en peor. Puede ser proclamado un índice tras otro, con una gran cantidad de argumentos muy convincentes a disposición del público, por no hablar de las técnicas para llevarlos a la práctica. Y esto no significa sino que la razón moral, cuando esta se encarna en el Estado, a la hora de distinguir entre lo que es recto y lo que no lo es, capitula frente a la "vida misma" y sus fines.

Pero enumerar estas posibilidades, no resuelve todavía la cuestión de un modo definitivo.

El punto de vista decisivo

La respuesta definitiva la da el hecho de que la vida en desarrollo es un hombre. Y el hombre, a causa de la dignidad de su persona, no se puede matar sino en legítima defensa o con fundamento en el derecho.

Una persona humana es inviolable, no ya porque viva y tenga, por tanto, "derecho a la vida". Un derecho similar lo tendría también el animal, puesto que también él vive; y si se compara un hermoso animal en libertad a un hombre enfermo o maltratado por el destino, aquél parece tener bastante más valor que este. Pero la vida del hombre no puede ser violada porque el hombre es persona.

Persona significa capacidad para el autodominio y para la responsabilidad personal, para vivir en la verdad y en el orden moral. La persona no es un algo de naturaleza psicológica, sino existencial. No depende fundamentalmente de la edad, o de las condiciones físico-psíquicas, o de los dones naturales, sino de su alma espiritual singular. La personalidad puede estar desconectada, como sucede en la persona que duerme; sin embargo, ya existe una protección moral. En general, es también posible que no se actúe porque faltan los presupuestos fisiológicos y psicológicos, como sucede en el caso de los locos y de los idiotas. Pero el hombre civilizado se distingue del bárbaro precisamente porque respeta también a la persona cuando se encuentra en semejante situación. También puede estar escondida, como sucede en el embrión; pero ya existe y con derecho propio.

La personalidad da al hombre su dignidad: lo distingue de las cosas y hace de él un sujeto. Una cosa, tiene consistencia, pero no en sí misma; causa determinados efectos, pero no tiene responsabilidad; tiene valor, pero no dignidad. Se trata algo como una cosa en cuanto que se la posee, se la usa y, al final, se la destruye; referido a los seres vivos, cuando se la mata. La prohibición de matar al hombre representa el grado más alto de no tratarlo como cosa. Era, sin duda, lógico que el Estado, si niega en su "concepción del mundo" la dignidad espiritual de la persona y considera al hombre un mero ser genérico, es decir, un elemento más de la estructura social, se arrogase también el derecho de matarlo, si eso estaba conforme con sus objetivos.

El respeto del hombre en cuanto persona es una de las exigencias que no admiten discusión: depende de ello la dignidad, pero también el bienestar y, en definitiva, la duración de la humanidad. Si esta exigencia se pone en duda, se cae en la barbarie. Es imposible hacerse una idea de cuales son las amenazas que pueden surgir para la vida y el alma del hombre si, privado del baluarte de este respeto, acaba siendo puesto en manos del Estado moderno y de su técnica.

De aquí se deriva precisamente la respuesta a la afirmación, siempre recurrente, de que la mujer tiene el derecho de disponer de su propio cuerpo y puede, por tanto, pretender que esa situación de su cuerpo que se llama embarazo sea transformada mediante las medidas oportunas. Ahora bien, el hijo no es simplemente "cuerpo de la madre", no es una parte de ella en el mismo sentido en que es parte un órgano o una escrecencia, sino que es un hombre en desarrollo. En esta realidad de echo se expresa la esencia más íntima de la maternidad y, con respecto a ella, la esencia de la feminidad en general. Ser madre no significa "producir vida": también los animales hacen esto; sino "dar la vida a un hombre". Y un hombre es una persona, primero de todo como dormida y después, despertándose lentamente. De este modo, en inmediata relación con la madre, crece un ser que, formándose, se sustrae a ella siguiendo la propia determinación interior. En eso reside la grandeza y también el elemento trágico de la maternidad. El hijo está tan íntimamente unido con la madre, que forma con ella un único ámbito de vida. Sin embargo, no se disuelve en ella sino que está, simultáneamente y desde el primer momento de su vida, en inmediata relación con la existencia, con las normas absolutas, con Dios.

Sobre la maternidad ha caído un diluvio de sentimentalismo. Especialmente por parte de aquellos que, cuando estaban en juego sus intereses, se la saltaban a la torera sin la más mínima preocupación por la dignidad y el derecho de la madre. Debería resultar sospechoso el tono con el que se hablaba –y con el que todavía se habla– de estas cosas. Quien habla de tal guisa, no es sincero. El asentimiento y la exaltación que expresan las palabras son de naturaleza instintiva y sentimental, y pueden volverse de un momento a otro en su contrario: en irreverencia, abuso e incluso crueldad, porque falta en ellas la única cosa verdaderamente importante en este caso: la persona de la madre y la del hijo. Y precisamente aquí se resuelve el carácter de la maternidad y se resuelve, a priori, la relación con el propio cuerpo. No es verdad que la mujer tenga simplemente "el derecho a disponer del propio cuerpo": tiene tan poco derecho a ello como el varón. Hombre y mujer tienen este derecho frente al derecho de otro, frente al derecho del Estado; y no gozan de él en sentido absoluto, puesto que el cuerpo no es un cuerpo animal, sino un cuerpo humano sometido, también frente a la voluntad de quien lo posee, a la tutela de las normas que determinan la existencia personal. Sin embargo, no es este el aspecto del problema que debe ocuparnos. Lo que nos interesa es que el niño, en el seno de la madre, si bien por un lado le pertenece y vive de ella, por otro lado le es sustraído, puesto que está sometido a la ley de la propia personalidad, ciertamente todavía latente, pero ya poseída. La madre no es la dueña de la vida en desarrollo, sino que ésta le es confiada a su custodia. Así pues, sustancialmente, no tiene sobre ella mayores derechos de los que tenga -por la misma causa- cualquier ser humano sobre otro ser humano.

Otra comparación, sin duda más eficaz, permite ver el núcleo de la cuestión: la afirmación de que el hijo en el seno de la madre sea simplemente una parte del cuerpo de ella, equivale a firmar que la persona, en el Estado, no es más que una simple parte del todo estatal. La opinión que permite a la madre disponer del niño que vive en ella, debe también conceder al Estado el derecho de disponer de los hombres que forman parte de él. Y precisamente ante una perspectiva tal, se horroriza el ánimo del hombre contemporáneo: estar en las manos de una autoridad dominante que niega el derecho individual de la persona, su referencia a las normas supremas, su inmediatez con respecto a Dios; una autoridad que asegura que el hombre es una parte suya y que tiene una relación con la existencia en la medida de la función que desempeñe; una autoridad jerárquica que dispone de un poder cada vez mayor y de una técnica cada vez más segura para poner en práctica su pretensión de poder. Y esto, no sólo oponiéndose a la voluntad de la persona singular, sino también penetrando en su interior mediante la sugestión y la propaganda, de manera que el juicio del oprimido capitule frente al del opresor, y la teoría conduzca al delito.

Finalmente, no podemos olvidarnos de otra cosa: si con base en el "índice social", se le reconoce a los padres el derecho de hacer matar al hombre en formación, entonces, a este derecho le corresponde un deber concreto en otra sede: el deber de llevar a cabo la matanza. El Estado no puede dejar en manos de la iniciativa privada el cumplimiento de la intervención, pues de ello se derivaría un daño imprevisible. Así pues, si el Estado declara que, en determinadas condiciones desesperadas, los padres pueden solicitar la interrupción del embarazo, en consecuencia debe también poner los medios necesarios para que alguien la lleve a cabo. Cada médico puede negarse; sin embargo, si se diese el caso límite de que todos los médicos rehusaran realizar esa intervención, el Estado debería obligar a uno a que lo haga.

Mostrar la situación límite sirve para revelar lo que se oculta en la norma y que no se nota usualmente. Así pues, hemos llegado precisamente al punto en el cual –como en aquellos oscuros doce años– un hombre es puesto frente a un dilema: o hacer lo que para su conciencia es un asesinato, o bien perder su trabajo: una de las peores formas de desgarro social que pueda darse nunca.

Una nueva objeción

Pero aún se eleva una importante protesta contra todo lo que vamos exponiendo. Protesta a la que se debe responder, si no se quiere poner de nuevo todo en tela de juicio. Y puede enunciarse así: según las declaraciones de este escrito, matar al ser en desarrollo estaría sometido a una norma que vale para el ser humano, ¿pero es un ser humano el fruto que hay en el seno materno?

Que lo sea en los últimos meses de su desarrollo es incuestionable, porque afirmar que llega a serlo tan sólo en el momento en que se independiza del seno materno sería demasiado ingenuo. La psicología está en condiciones de avanzar en el camino del inconsciente hasta en la vida psíquica del nasciturus, y la pedagogía habla de una educación pre-natal. ¿Pero es un ser humano desde el primer momento de su desarrollo. O bien lo llega a ser en un momento cualquiera, que se determina con exactitud, entre la concepción y el nacimiento? Porque entonces, por lo que se refiere a nuestro problema, es verdaderamente importante determinar tal momento, donde poder efectuar la intervención sin escrúpulos morales.

Se dice que en la primera etapa, o sea, hasta que han pasado los cien días, el embrión no es todavía un verdadero y propio ser humano, sino más bien –y aquí retomamos desde un nuevo punto de vista un razonamiento iniciado más arriba– una formación totalmente dependiente del organismo materno. Apenas se examina, libre de prejuicios, esta afirmación, de ve de inmediato que no está dictada necesariamente por el mismo objeto, sino desde el exterior, por motivos que tienen que ver con determinados intereses vitales. Y se comprueba, por otra parte, que se fundamenta sobre una concepción materialista del ser viviente.

¿Qué se podría objetar si alguno asegurase que un determinado vegetal existe como tal sólo cuando se manifiesta claramente el carácter de árbol? ¿O si alguno asegurase que un animal, cuyo desarrollo tiene lugar fuera del organismo materno, por ejemplo, un pez, es este pez sólo cuando tiene escamas y espinas y todo cuanto pertenece a su forma característica? Se podría responder que se trata de un absurdo, puesto que el modo de existir del viviente proviene de un inicio simple: partiendo de la división de una célula o de la unión de dos, pasa por una serie de transformaciones hasta el pleno desarrollo morfológico, para después, a través de las distintas formas de estabilización y del decaimiento, alcanzar la muerte. Estos estadios singulares –y esto es esencial– no se siguen unos a otros yuxtapuestos exteriormente en serie, sino que forman un todo, una figura en el sentido estricto del término.

Lo que llamamos organismo, desde este punto de vista, presenta dos formas fenoménicas. Una, en la contemporaneidad, donde las distintas formaciones –desde las moléculas de albúmina hasta los órganos más complejos– se reúnen en una estructura unitaria y con consistencia propia; dicho de otra manera: cada momento singular se forma a priori de acuerdo con la estructura total, digamos, con la forma tectónica. Pero hay también otra forma: la que se da en la sucesión, donde los distintos estados a través de los cuales ha pasado o debe pasar todavía el individuo –desde la primera forma de las células originarias que se separan o desde las células de los padres que se unen, hasta alcanzar y dejar atrás la plena madurez y llegar al último decaimiento–, forman una estructura igualmente unitaria y consistente de por sí; expresándolo de otro modo: cada fase se coordina en la totalidad de la serie evolutiva, de –por decirlo así– la forma en desarrollo. Esta forma en devenir es tan necesaria y característica para el ser viviente en cuestión como la forma tectónica, y no es posible suprimir una fase de aquella ni un miembro de esta. Por su parte, ambas formas –tectónica y en desarrollo– se pertenecen mutuamente; podríamos decir precisamente que entre ambas representan el organismo: la primera, en el espacio; la otra, en el tiempo. En cualquier caso, se trata de una unidad indivisible, puesto que cada elemento viene determinado por el todo y al revés, el todo necesita de cada elemento. El "árbol" es aquella figura que está en la presencia del espacio dispuesta en raíz, tronco, ramas, hojas; pero es también aquella serie de fases que van haciéndose realidad en la sucesión temporal de simiente, embrión, arbusto, árbol adulto desarrollado. En cada fase, siempre idéntico a sí mismo; totalmente realizado en la serie completa, hasta el último morir de la raíz. Sostener que el ser considerado por nosotros comienza a ser él mismo sólo cuando ha recorrido ya un cierto número de formas evolutivas, sería mecanicismo puro y rudo, que considera una cantidad de partículas al margen de una totalidad viviente. Quien ha comprendido de algún modo qué es un "organismo", no puede por menos dejar de decir que el ser viviente en cuestión comienza por la división de la primera célula, o bien por la unión de las dos células de los progenitores.

Y esto vale también para el hombre. La curva de su forma en devenir se inicia con la unión de las células de los padres, culmina en la perfección morfológica y acaba con la muerte. Así pues, esa forma es ya un ser humano desde el omento de la concepción. Como lo es en el último momento: el de la muerte. No es posible, en buena lógica, pensar de otro modo.

Si, no obstante, se quiere objetar cómo cómo es posible que los primeros estadios de la evolución pueden llevar consigo la importancia espiritual de la dignidad humana, se debe responder de nuevo que es un planteamiento materialista poner un pensar según la cantidad en lugar de un pensar según la calidad. Puesto que las primeras células poseen, en efecto, toda la potencialidad estructural de la vida futura, contienen también en potencia todas las formas que se generan, no sólo mediante el desarrollo embrionario, sino también en el que seguirá al momento del nacimiento, a través de la infancia edad madura decaimiento. A fin de que de la cantidad 2 resulte la cantidad 5, es necesario añadirle la cantidad 3; de otro modo, permanece todavía 2. Pero a fin de que del primer estadio del organismo se formen los siguientes, no es necesario ningún añadido, sino tan sólo un desarrollo: existe ya en potencia todo lo que será.

Una concepción mecanicista no puede hacerse cargo del ser vivo, puesto que lo ve como yuxtaposición exterior, como una máquina. Además, lleva consigo un gran peligro respecto a la comprensión del valor: el de recibir la impronta de la cantidad, ya sea de la masa, ya sea del número de los elementos formados en acto. Quien piensa de esta manera, tanto menos verá a la persona humana en el embrión cuanto menor sea el tamaño y menos diferenciada sea la organización del estadio de evolución en que se encuentre; y, como consecuencia, siempre tendrá menos impedimentos para intervenir en la vida embrionaria.

Por otra parte, no debemos olvidar las demás consecuencias de semejante modo de ver las cosas que, en términos generales, sostiene que el ser humano no tiene un carácter esencial, sino que es algo que existe en grado superior o inferior : precisamente en la medida en que el estadio de desarrollo que se considera se acerca al "optimum", a la situación suprema de riqueza formal y de energía vital. De esta manera se va manifestando una graduación no sólo en la evolución embrionaria que hasta el momento estamos examinando, sino también en otros aspectos del complejo vital. La distancia del punto óptimo puede ser considerada marcha atrás, hacia el principio, con esta conclusión: cuanto más primitivo es el estadio de la evolución embrionaria, tanto menos humano es el producto. Pero también puede ser considerada según el momento más avanzado, para concluir: cuando el estadio de la evolución autónoma está más distante del culmen, o sea, cuanto más viejo es el individuo, es tanto menos persona. La distancia del "optimum" puede, por otra parte, manifestarse mediante todas aquellas minusvaloraciones que se llaman enfermedad, debilidad, desventura; y entonces se concluye: cuanto más enfermo débil desventurado es un individuo, tanto menos puede pretender el carácter verdadero de ser humano.

Pero entonces, todo depende de como se fije la escala explicativa del índice de eliminación de las formas minusválidas, ya sea embrionarias como después del nacimiento. Y se debe recordar de nuevo cómo la teoría y la praxis del más reciente pasado han llegado en realidad a esta conclusión, con plena conciencia, admitiendo el horrible concepto de una "vida privada de valor vital".

Las primeras víctimas fueron los locos y los idiotas; hubieran seguido por los enfermos incurables -los cuales ya, en realidad, no siguieron-, y los viejos y los incapaces para el trabajo hubieran cerrado la serie. Pero llegar a este punto significa que el ámbito de la existencia digna del hombre ha sido definitivamente abandonado, porque una mentalidad tal es barbarie desnuda y cruda.

Verdaderamente, concepción y muerte, ascenso y decadencia, infancia y madurez, salud y enfermedad, pertenecen a ese todo que llamamos "hombre". Son elementos de la totalidad de su existencia, que no es sólo naturaleza, sino también historia; que no tiene sólo un desarrollo, sino un destino; que no supone sólo enriquecimiento y daño, sino también conservación y alteración, victoria y derrota, superación y expiación. Y la enfermedad superada con coraje, la incapacidad de rendimiento de la que florecen bondad, sabiduría, madurez, son mucho más "valores vitales" que una salud que vuelve al hombre brutal y una bravura que desnaturaliza la existencia.

Quien piensa de manera coherente con lo anterior, no puede dejar de concluir que el ser humano es verdaderamente una persona desde el primer momento de su desarrollo, o sea, desde la unión de las células de los padres, de manera que todos los estadios de su desarrollo están sometidos a las normas que valen para el hombre.

Más aún: se puede decir con toda precisión que si alguno, empujado por el hecho de que la semejanza exterior del embrión con la persona humana disminuye cada vez más según se mira hacia atrás, se siente inducido a no considerarlo como hombre y ,sin embargo, protege la humanidad todavía latente en el embrión con vigilante conciencia, ha alcanzado verdadera y propiamente una madurez ética.

Porque el indefenso es confiado al fuerte, y en el hecho de que el hombre use su superioridad para proteger al otro radica la diferencia entre fuerza y prepotencia. Esta protección, allí donde se trata de la vida en desarrollo, asume un especial carácter decisivo para la vida humana. Por eso nos conmueve siempre el sacrificio que la verdadera madre lleva a cabo en pro de esta tarea. La misma tarea que lleva a cabo el padre cuando protege a la madre y al niño que se forma en ella. Y lo mismo el médico, que sabe ver al ser humano allí donde el ojo inexperto no lo reconoce todavía, y se hace casi su procurador y defensor contra las consideraciones utilitarias que lo solicitan.

Aquí se ha dicho algo que establece el más profundo "ethos" médico. El decano de la pedagogía, Hermann Nohl, definió una vez al educador como aquel hombre que representa el sentido de la juventud no sólo frente a la pretensión autoritaria de la sociedad, sino también frente a sus impulsos instintivos. Del médico se puede decir algo similar: él representa el derecho del hombre enfermo frente a la brutalidad de los sanos, y representa el derecho del hombre en desarrollo frente al egoísmo de los adultos, también del que proviene de la necesidad. Sucede aquí que la incorruptibilidad descansa sobre una clara visión de la esencia del hombre y de la obligación incondicionada de tutelar su dignidad. El médico conoce mejor que cualquier otro el dolor y la miseria de la vida; sabe también que el dolor y la miseria de los hombres es de una naturaleza distinta a los de las bestias, puesto que es una persona inalienable en su dignidad espiritual, insustituible en su responsabilidad eterna. A él le es confiada la situación de enfermedad y de imperfección de cada uno, no sólo como fenómeno físico-psíquico o como un elemento de la asistencia pública, sino en cuanto contenido de la persona, de su existir y de su conservación. Por eso no debe actuar nunca como si la persona no existiese, como si no fuese persona; todo lo contrario: está obligado a protegerla en el ámbito de su competencia, también contra las presiones de motivos en sí buenos, pero que deben permanecer subordinados a razones superiores, ante todo y sobre todo a la inviolabilidad de la persona.

El principio y la miseria

Pero, ¿acaso no hemos olvidado, en el curso de nuestras consideraciones, que la indigencia de muchos hombres, es tan grande, que no se sabe bien cómo puede prosperar la nueva vida?

Creo que no, porque existen dos maneras de salir al encuentro de las tribulaciones humanas. Una es evidente. Consiste en disminuir los dolores y eliminar las causas inmediatas de los daños. La otra no es tan evidente, pero es igualmente importante; más aún, es más importante. Consiste en ayudar al hombre a fin de que, en las tribulaciones, conserve la visión de la vida en su totalidad, el sentimiento de lo que en ella es esencial, el sentido de las distinciones absolutas; y supere, con tal ánimo, todo lo que le sucede.

Por muy importante que sea el primer modo, si contradice al segundo, se transforma en daño. Quien libra a una familia de una futura restricción de sus posibilidades de vida y alimento, matando la vida que se forma, a corto plazo ha solucionado el problema de modo providencial; pero a largo plazo y referido a la totalidad, ha acrecentado la calamidad. Sería como uno que, para poder encender el fuego, despedazase las vigas de la casa: de momento, se calentaría, pero la casa quedaría en ruinas.

En el problema del que nos estamos ocupando, se entrecruzan las cuestiones más variadas: jurídicas, económicas, sociales y psicológicas, sin olvidar las referentes a la más amarga miseria personal y general. Son tan urgentes, que la tentación de decir que sería necesario resolverlas inmediatamente, está siempre presente; después, ya veremos qué pasa. Este sentimiento es comprensible y digno de alabanza, pero no es justo.

A través de lo intrincado de todas las consideraciones, debe quedar definitivamente claro que sólo una pregunta es importante. Una pregunta que va más allá del problema particular del que hemos partido y conduce al punto fundamental: el hombre, ¿se pertenece a sí mismo, a la familia, al Estado, o bien está sometido a la majestad de una instancia absoluta cuya norma regula, ya sea los deseos personales, ya sea las pretensiones sociales?

Si es verdad lo primero, entonces el hombre está abandonado no sólo a sí mismo, a sus deseos, a sus necesidades y a sus concepciones de la vida, ideas, etc., sino también a la situación social y a su más poderosa expresión: el Estado. Tanto cada uno en particular como el Estado encontrarán siempre razones –a menudo óptimas y convincentes, pero nunca definitivas y, por tanto, falsas desde el punto de vista de la totalidad– para dar un carácter de justicia estricta a lo que quieran. Lo hemos experimentado.

Si es verdad el segundo planteamiento, entonces los deseos y las tribulaciones de cada uno, así como la fuerza sugestiva de la situación social y la violencia del Estado, están frente a un límite moral absoluto. Y este límite, no sólo inhibe, sino que también salva: salva al hombre y al Estado –lo que es propio del hombre y lo que es propio del Estado– de la confusión que nace de ellos mismos. Una tutela de este tipo deriva de una norma, y cada norma obliga. En determinadas circunstancias, quizá cueste sacrificio; un sacrificio particularmente grave para aquellos que no comprenden por qué deben realizarlo, o que tienen la impresión de que esa norma tutela sólo a ciertos grupos, o que es la expresión de una justicia de clase; y así tantas otras cosas. Pero verdaderamente, por encima de cualquier otra consideración significa, lisa y llanamente, la tutela y la defensa del ser humano.

Al igual que existe una lógica de la ciencia, existe también una lógica de la vida. La primera es evidente: por ejemplo, cuando dice que una piedra, atraída por la fuerza de la gravedad hacia el centro de la tierra, no puede moverse hacia lo alto. La otra lógica es más difícil de entender, pero es tan inexorable como la primera: afirma que las acciones normalmente equivocadas, aunque parezcan útiles, al final conducen a la ruina. Mentir puede tener ventajas una, diez, cien veces; pero finalmente, siega de raíz aquello sobre lo que se apoya la vida: en la propia interioridad, el respeto a sí mismo; y en la relación con los demás, la confianza. Un daño que no tiene remedio. Esta consecuencia es inexorable: al igual que lo es la ley de la gravedad. Una lógica de este tipo funciona también en nuestro caso. En el hombre existe algo que no puede ser tocado por su misma esencia: la sublimidad de la persona viviente. Pueden ser aducidas razones importantes para hacerlo, y pueden incluso hacerse tan urgentes que, quien se resista, puede parecer un doctrinario sin entrañas. Pero, ceder en esto, es la destrucción final, la destrucción, precisamente, de lo que debería ser salvado.

Se apela al derecho de intervención –el que nosotros estamos poniendo en tela de juicio– en nombre de la libertad y de la posibilidad de que el desarrollo de ser humano tenga una calidad de vida adecuada. Pero entonces, el resultado del balance final será que la vida está en las manos del egoísmo de cada uno y del punto de vista del Estado. Y ya va siendo hora de que aprendamos a ver cuales son las consecuencias. Hemos experimentado qué significa ceder primero en una cosa, después en otra y después en una tercera, asegurando cada vez que no se podía hacer otra cosa, que era inevitable actuar así; buscando cada vez el modo de convencernos a nosotros mismos que no sucedería lo peor. Hasta que nos encontramos de sopetón con lo peor a la vuelta de la esquina… Toda violación de la persona, especialmente cuando se efectúa bajo el amparo de la ley, prepara el camino al Estado totalitario. Rechazar esto y aprobar aquello, no denota precisamente claridad de pensamiento ni una conciencia despierta y recta.

De todas formas, en el principio claramente intuido se encuentra una ayuda práctica inmediata. Médicos de gran experiencia afirman que el médico que rechaza destruir la vida del ser humano en desarrollo por razones médicas, se vuelve más prudente e ingenioso, y es capaz de conducir a buen fin muchos casos que, a primera vista, parecían desesperados. Lo mismo vale decir también aquí.

Problemas como los que hemos considerando, deben ser discutidos partiendo de la totalidad y de la duración de la existencia de la familia y del pueblo, si no se quiere resolverlos a la ligera. No hay ninguna duda de que una mentalidad que aprueba el "índice social", hace enfermar las fuerzas del carácter y la iniciativa de la vida. Al contrario: si los padres están convencidos de que toda vida humana está sometida desde sus comienzos a la ley moral que prohíbe el asesinato, esta convicción los hará más delicados de conciencia, más prontos a la renuncia y más fuertes en la actuación coherente. En eso consiste, tanto en la totalidad como en la duración, la ayuda que verdaderamente importa.

Antes de concluir, una última cosa que no debemos omitir. Los partidarios del "índice social" sostienen y declaran que mucha gente dispone de tan pobre alimentación, vivienda y posibilidad de vida, que estarían obligados a matar a un ser humano todavía en desarrollo, si no quieren disminuir en el futuro la disponibilidad de esos bienes a los que ya existen. Ahora bien, eso significa que el ordenamiento económico-social está afectado desde sus mismo cimientos.

Antes de que el Estado recurra al medio de la matanza para disminuir la calamidad presente en este desorden, antes de que anime a las madres a desear o a permitir la muerte del hijo que está formándose en sus entrañas, debería comprobar con toda seriedad y a conciencia que se ha hecho todo lo posible –todo, verdaderamente– para restablecer el orden adecuado. Y entonces, sin duda, llegará a este resultado: si el Estado quiere –si quiere realmente–, no hay necesidad de matar para que se pueda vivir. Basta con tomar medidas y sacrificarse.

Sobre un tema como el que estamos tratando, se podrían decir muchas más cosas: si esta responsabilidad es o no efectivamente captada y asumida plenamente; si tiene todo su peso en el empleo del dinero público, en la administración de los víveres y de las viviendas, y tantas otras cosas. También esto sería una materia a tratar en particular. Aquí se toca lo esencial. Lo que está en el fundamento no es, como cree el sedicente "hombre práctico", superflua teoría, sino esclarecimiento y confirmación de la "razón" sobre lo que todo se apoya, también la praxis justa.

Por Romano Guardini


Teólogo católico italo-germano. Fue un eminente escritor, pensador y maestro que abrió a varias generaciones el análisis de grandes filósofos explorando amplios espacios de cultura.

jueves, 21 de junio de 2012

► DIGNIDAD DE LA PERSONA, AGRAVIOS Y DEFENSA DE LA VIDA


Jorge Ybarnegaray Urquidi PhD.

Prof. Bioética UCB

Colaborador de VHI en Bolivia




Ante el contexto de una realidad que afecta a las personas, la familia y la sociedad, donde se perciben transgresiones a la ley y a los derechos humanos, cabe considerar la situación desde un punto de vista ético.



El término dignidad proviene de la palabra latina dignus, que significa valioso y de dignitaten, que quiere decir excelencia moral. Es la cualidad de digno, excelencia o realce. También significa decoro y decencia de las personas en la manera de comportarse. La dignidad, como valor moral, es el reconocimiento del valor del ser humano como persona, por sí mismo y por la sociedad a la cual pertenece. Este alto valor ético exige el deber de reconocer en la práctica los derechos de la persona y de exigir su cumplimiento, como también en las relaciones sociales y políticas.



Hay afinidad entre dignidad y persona. Se dice usualmente dignidad de la persona humana o dignidad humana. Según Tomás de Aquino, la dignidad o calidad de valioso dimana de las perfecciones que tiene un ser en sí mismo, lo que le hace ser bueno e independiente de la posibilidad de satisfacer deseos. Persona es un sujeto, poseedor de una propiedad diferenciadora, que es su peculiar dignidad. He aquí el supremo grado de dignidad en los hombres: “…que por sí mismos, y no por otros, se dirijan hacia el bien”.



Se considera que la persona además de poseer un cuerpo físico, es de naturaleza espiritual, racional y volitiva. La persona es digna, porque de su ser espiritual brota su dignidad. Proviene de las virtudes de la naturaleza humana para realizarse en plenitud. El filósofo Kant, respecto de la dignidad en su obra Fundamentación de la metafísica de las costumbres, dice que aquello que es la condición para que algo sea un fin en sí mismo, eso que no tiene valor relativo o precio, sino un valor interno, eso es dignidad.



En cuanto a los agravios, todo ser humano puede vulnerar su propia dignidad y la de los demás. Tal agravio deriva de un mal uso de la autonomía y la libertad. La forma más radical y directa es el intento de destrucción del ser de la persona a quien se agravia. Ultrajar o denigrar la esencia de la persona promueve la destrucción del ser y del profundo valor del amor. Todo lo que ocasione odio, hostilidad y aversión a través de la provocación, el escándalo, la calumnia, la perfidia, es una ofensa contra la dignidad de la persona, como también cuando se obstaculiza el derecho a la justicia y el ejercicio de la libertad por coacciones físicas o psíquicas, represión violenta, torturas, linchamiento, esclavitud y otras humillaciones. Igualmente, el autoritarismo, la intolerancia, la demagogia, la imposición de ideologías, la falta de respeto a las creencias y el no saber escuchar al otro, son denigrantes.



Atentar contra la vida es ir contra la dignidad, valor esencial de los derechos humanos, que demanda el debido respeto para la persona, la familia y la comunidad sin ninguna discriminación. También es ir contra el humanismo que enaltece a la persona y repudia la humillación de los ciudadanos en la vida cotidiana, social y política.


Se concluye afirmando que no podrá haber paz social si no se considera fundamental el respeto a la dignidad de la persona y a la inviolabilidad de los derechos humanos desde la concepción hasta la muerte natural. La dignidad de la persona debe ser intocable. Respetarla, protegerla, y defenderla es deber del estado y debe ser tarea y obligación de todos.

sábado, 19 de mayo de 2012

►¿POR QUÉ DEFENDER LA VIDA POR NACER?





La vida humana es sagrada porque viene de Dios, permanece siempre en una especial relación con Él y va a Él. El padre y la madre transmiten la vida, pero el Creador es el único Señor de ese don.
Como confirma la genética actual, en el momento en que el óvulo es fecundado por el espermatozoide empieza la aventura de la vida de un nuevo individuo humano que ya tiene su propia identidad biológica e irá desarrollando sus potencias progresivamente sin saltos cualitativos.
La nueva vida posee una dignidad intrínseca a su naturaleza y un inestimable valor independiente de cualquier consideración subjetiva -por ejemplo el deseo de no tener un hijo o la creencia de que la persona concebida no será feliz- y exige ser acogida con responsabilidad.
La libertad humana, incluso en las circunstancias más difíciles, es capaz, con la ayuda de Dios, de gestos extraordinarios de sacrificio y de solidaridad para acoger la vida de un nuevo ser humano.

Un embarazo inesperado y quizás no deseado puede exigir sacrificio, formación, información y ayuda. Pero los seres humanos pueden, a pesar de las dificultades y de sus debilidades, corresponder a la altísima vocación para la cual han sido creados: la de amar.
De hecho, la experiencia demuestra que muchísimos embarazos no deseados se transforman, al dejar nacer al hijo, en gozosas maternidades. Por otra parte, numerosos niños dados en adopción han podido disfrutar de una vida plena y realizar su aportación al mundo.
Aun siendo muy pequeño y estando oculto en el vientre de su madre, el concebido es amado infinitamente por Dios por ser una persona humana, hecha a su imagen y semejanza, y está llamado a la felicidad eterna.



Tener un hijo responde a una llamada inscrita en el propio ser femenino: en la aspiración de su alma a reflejar junto al hombre el poder creador y la paternidad de Dios, en su estructura psíquica inclinada a acoger la vida, y en su misma constitución física y su organismo, dispuestos naturalmente para la concepción, gestación y parto del niño como fruto de la unión con el hombre.
Así, la estructura femenina, unida a la dimensión del don propia de toda persona, ofrece pistas claras sobre el designio divino para la mujer, cuya realización le permite encontrar su plenitud.
La politóloga feminista Janne Haaland Matláry describe así la experiencia de la maternidad que llena de alegría y de sentido las vidas de millones de mujeres: "He sido siempre una mujer trabajadora, interesada ante todo por mi propio trabajo. Pero cuando me convertí en madre, me di cuenta de que esa era, en un sentido muy profundo, la verdadera esencia de la feminidad".
Cristo habla sobre la profunda satisfacción, el significado y el alcance de la maternidad, comparando la vida que la madre alumbra, con la Vida eterna que Él regala: “La mujer, cuando va a dar a luz, está triste, porque le ha llegado su hora; pero cuando ha dado a luz al niño, ya no se acuerda del aprieto por el gozo de que ha nacido un hombre en el mundo. También vosotros estáis tristes ahora, pero volveré a veros y se alegrará vuestro corazón y vuestra alegría nadie os la podrá quitar” (Jn 16, 21-22).
A lo largo de la historia, la maternidad ha sido muy valorada. Sin embargo, en ocasiones también ha sido (y es) penalizada o despreciada, por ejemplo por el feminismo radical desarrollado en los años 70 del siglo XX que la relacionaba con la mujer pasiva y atrasada, y por los sistemas económicos que en la práctica discriminan a las mujeres trabajadoras que tienen hijos o no las apoyan. Esta actitud ha impedido a muchas mujeres desarrollar libremente un aspecto esencial de sí mismas y ha empobrecido a la humanidad.




Las mujeres que dan vida y ayudan a su crecimiento realizan una trascendente aportación a la colectividad que el Estado y la sociedad deben reconocer y salvaguardar.
Benedicto XVI llamaba la atención sobre esta cuestión al recibir, en enero de 2011, a grupo de responsables de instituciones públicas italianas, destacando que “es necesario sostener concretamente la maternidad y también garantizar a las mujeres que ejercen una profesión la posibilidad de conciliar familia y trabajo. De hecho, demasiadas veces se ven obligadas a elegir entre una u otra cosa. El desarrollo de políticas adecuadas de ayuda, así como de estructuras destinadas a la infancia (···) puede ayudar a lograr que el hijo no se vea como un problema, sino como un don y una gran alegría”.
Pocos meses antes, al consagrar la basílica de la Sagrada Familia de Barcelona, destacaba también la necesidad de “que la natalidad sea dignificada, valorada y apoyada jurídica, social y legislativamente”.
Actualmente, en Europa, el índice de fecundidad no garantiza la renovación generacional. El descenso y envejecimiento de la población esconden un gran problema social y cultural relacionado con la falta de esperanza y plantean otros tantos, como el futuro de las pensiones. Las madres tienen una función vital en la configuración de una sociedad humana con futuro esperanzador.
La verdadera igualdad de sexos contempla el especial esfuerzo integral de la mujer en el común engendrar, que deja al hombre en deuda con ella, en palabras de Juan Pablo II.
La Iglesia muestra a la familia como el lugar más adecuado para acoger la vida humana y exige que el Estado la respete, proteja y apoye. Al mismo tiempo, consciente de su solidaridad corresponsable, demuestra su apoyo incondicional a las madres para acoger su maternidad con una actitud positiva y llevar adelante la gestación, nacimiento y educación de sus hijos, y para que siempre y en todas partes todos los seres humanos que llegan al mundo reciban una acogida digna del hombre, si es necesario a través de la ayuda a las familias, a las madres solteras y a los niños.



La vida humana debe ser respetada y protegida desde el momento de la concepción. Por muchos problemas que puedan acompañar al embarazo y al hijo concebido, ¿justificarán la expulsión del feto del útero que causa la muerte de ese ser humano que se encuentra en la primera fase de su existencia?

Además del homicidio concreto de un ser humano inerme totalmente confiado a la protección de la mujer que lo lleva en su seno, el aborto provocado es una fuerza destructora para la vida de las personas implicadas en él, especialmente de mujeres que a menudo han tenido que afrontar solas el dolor y el remordimiento profundos que surgen después de la decisión de acabar con la vida de un niño por nacer.
El aborto destruye vínculos naturales de padres e hijos y viola el parentesco espiritual de todos los hombres, menoscaba la dignidad de la persona humana, implica una profunda injusticia en las relaciones humanas y sociales, y ofende al Creador.
Su proliferación perjudica a todos porque disminuye el respeto a la vida de los ancianos y enfermos, “se oscurece la distinción entre el bien y el mal, y la sociedad tiende a justificar incluso prácticas evidentemente inmorales”, constataba el papa polaco en el 25º aniversario de la legalización del aborto en Estados Unidos.
Desde el primer momento de su existencia, el ser humano debe ver reconocidos sus derechos de persona, entre los cuales destaca el derecho a la vida, que además es un elemento constitutivo de la sociedad civil y de su legislación. Los Estados están obligados a defender este derecho fundamental.
Las propuestas de legitimar un supuesto derecho al aborto se basan en discriminaciones arbitrarias y en la ley del más fuerte que hacen retroceder a una época de barbarie que se creía superada para siempre. La paz requiere el respeto de la dignidad de las personas.
De todas maneras, si una persona ha abortado o participado en esa grave injusticia, siempre puede arrepentirse, acoger el perdón y la paz de Dios en el sacramento de la Reconciliación, y confiar con esperanza a ese ser humano fallecido a la misericordia del Padre. Además, incluso a través de esa muerte, Dios puede conducir y sacar vida.




jueves, 26 de enero de 2012

►¿QUIÉNES MUEREN EN CADA ABORTO?





En todo aborto muere más de un ser humano. Sí: en el aborto, aunque muchos cierren los ojos, no sólo muere el hijo (pequeñito, quizá minúsculo) que vivía en un lugar caliente y seguro. Muere un poco, y no sólo un poco, el corazón de una madre. Muere, o queda gravemente herida, la vocación de un médico o de algún enfermero. Estaban llamados a servir y proteger a los débiles y un día, quién sabe por qué, empezaron a practicar abortos. Muere también la conciencia de la sociedad, que quizá permite legalmente el que inocentes, embriones o fetos indefensos, puedan ser eliminados.

Lo mejor que podemos hacer para rescatar a una mujer que ha abortado es ayudarle a decir abiertamente lo que siente, sin miedo. Ha permitido, ha provocado, la muerte del hijo. ¿Todo termina ahí? No: todo comienza ahí.
El inicio de una purificación de la conciencia, de un cambio radical, se produce cuando llamamos a las cosas por su nombre, cuando reconocemos nuestras responsabilidades, nuestros defectos, nuestros delitos. El mundo está lleno de ladrones que no sólo creen que son inocentes, sino que incluso presumen de sus grandes “hazañas”. El mundo está lleno de políticos que no dudan en hacer trampas para ocupar un cargo público, y que incluso consideran que esto es parte del “sistema”. Pero cuando un ladrón, un día de sol o de lluvia, reconoce abiertamente, con sencillez, que ha cometido un robo, que ha sido injusto, puede rescatarse para la sociedad, puede empezar a cambiar a fondo.
En la actualidad, nos encontramos con países y gobiernos que han cerrado los ojos al drama del aborto, un auténtico crimen de seres inocentes. En algunos lugares se ha establecido todo un sistema de leyes, de procedimientos médicos, incluso de asistencias psicológicas, para que el aborto pueda ser llevado adelante sin grandes traumas. Mientras, su verdad dramática queda oculta, incluso con toda una terminología que llega a convertir al hijo en “producto de la concepción”, un “preembrión” o un conjunto de células sin mayor valor que el que pueda tener una verruga en la cara...
Lo que nos está pasando ha ocurrido en otros tiempos. Ha habido sociedades enteras que han aceptado y practicado delitos que hoy nos llenan de dolor. La esclavitud es un botón de muestra: millares de esclavos han sido vendidos y usados como objetos, han visto humillada su dignidad, han muerto como animales en barcos de transporte. Todo un sistema legal “regulaba” una estructura de violencia, en la que hasta existían normas que, si eran incumplidas, se convertían en un delito dentro del delito...

Con el aborto pasa algo parecido: en algunos países “civilizados” se establecen normas legales, módulos de inscripción, consultorios. Las leyes dictaminan si el aborto se puede hacer antes o después de los tres primeros meses de embarazo, bajo qué condiciones, con qué equipo médico. Mientras, detrás de las sábanas y de los bisturís esterilizados, se consuma silenciosamente, injustamente, la eliminación de los más pequeños miembros de nuestra especie humana...

Pero mil leyes no pueden convertir en derecho (algo recto, algo justo) lo que es un delito. Ni pueden acallar esa voz interior que susurra, a veces que grita, que ese niño, que ese hijo, tenía derecho a vivir.

Es tortura psicológica ignorar el sufrimiento de la madre que ha abortado. Es injusticia no permitirle el desahogo de las lágrimas y el consuelo de la verdad. Porque la verdad no está solamente en declarar su culpa, sino en iniciar su victoria. Si, además, tiene fe, podrá descubrir que Dios no la condena, sino que la comprende y la acoge como nadie puede hacerlo. Sólo Dios es capaz de limpiar las heridas más profundas del corazón humano.

También la sociedad de algunos países necesita quitarse escamas y descubrir un sistema de muerte y de injusticia que ha sido “reglamentado”. Es urgente hacerlo cuanto antes, para que nuestros hijos no nos acusen de cobardes ni lleguen a pensar en que fueron “afortunados”, pues pudieron escapar a un sistema criminal que admitió la muerte, quizá, de alguno de sus hermanos...
Hay discriminación cuando niños no nacidos, tal vez marcados por alguna enfermedad o defecto genético, o simplemente hijos de familias pobres o de mujeres solteras, son excluidos del mundo de los vivos, precisamente por quienes podrían ayudarles a un nacimiento digno e higiénicamente seguro. Hay discriminación cuando una pareja decide abortar al feto porque es niño (y querrían una niña), o porque es niña (y querrían un niño). Las feministas no pueden callar ante los abortos discriminatorios. Los “masculinistas” tampoco...
Fernando Pascual es Doctor en filosofía por la Universidad Gregoriana Ha publicado varios libros.

Via:www.vidasiempre.com

martes, 2 de agosto de 2011

Argentina: la Iglesia defiende la Dignidad del Ser Humano



En la semana del 43° aniversario de la promulgación de la profética encíclica Humanae vitae de S. S. Pablo VI, Mons. Héctor Aguer, arzobispo de La Plata (Argentina), en su reflexión televisiva semanal, en el programa Claves para un Mundo Mejor, se refirió a algunas consecuencias del paradigma sexo sin concepción-concepción sin sexo (1).


Texto completo de la alocución televisiva de Mons. Héctor Aguer 
(30-07-11)

En la década de 1960 se comenzó a desarrollar lo que dio en llamarse “la revolución sexual” y el punto de partida, en ese momento por lo menos, fue la difusión de la píldora anticonceptiva. Fue una difusión de carácter masivo que con el tiempo cambió aspectos fundamentales de la vida conyugal y que se trasladó también al orden cultural y a la valoración de la sexualidad.

La característica de esa primera “revolución sexual” fue la escisión entre el significado unitivo y el significado procreativo del acto conyugal, que entonces pudo concretarse fácilmente”.

Podríamos decir, en términos vulgares, que se promovió como pauta de conducta “sexo sí, hijos no”. Esta caracterización puede parecer grotesca, pero corresponde a la realidad, ya que una de las consecuencias principales, que había sido vislumbrada por el Magisterio de la Iglesia, sobre todo por la Encíclica Humanae Vitae de Paulo VI, fue el problema demográfico desatado en muchos países del mundo en los cuales se invirtió la pirámide de la población”.

El caso más característico se da en los países de Europa Occidental. He leído hace poco una proporción que parece alarmante: antes cuatro jóvenes trabajaban para sostener la jubilación de un anciano pero hoy día la jubilación de cuatro ancianos recae sobre el trabajo de un joven. Quiere decir que en el futuro, un futuro que se ha hecho presente en muchos lugares, va a ser imposible sostener un sistema de seguridad social, especialmente un sistema de pensiones tal como lo teníamos registrado en el occidente moderno.

Pero ocurre que “la revolución sexual” continúa alterando comportamientos y también acelerando la aplicación de nuevas técnicas a ese orden tan íntimo de la vida humana.

En los años ’90 se inició otra etapa con el desarrollo de las técnicas de procreación artificial. Con ellas se hace posible reemplazar el ámbito propio en que debe producirse la transmisión de la vida humana por un acto técnico, por un procedimiento artificial producido mediante una manipulación de las fuentes de la vida”.

Desde el punto de vista ético hay que destacar que se ha producido una alteración gravísima de la transmisión de la vida humana, al desplazarla del ámbito natural en que corresponde verificarse, una de las consecuencias principales, en la que no se repara, es la cantidad de embriones que se pierden para que uno prospere y nazca un niño. Una estadística reciente muestra que, en Europa, 9,6 embriones se pierden para que nazca un niño a través de aquellos artificios.

Otro elemento negativo es la crioconservación de los embriones “sobrantes”, como si fueran meros objetos biológicos. Se dejan “niñitos” en el congelador. Digo intencionalmente “niñitos”, aunque resulte chocante, pues el embrión humano posee, como es sabido, la identidad genética propia de una persona. En el mejor de los casos, se los reserva para otra oportunidad. En muchos países no se sabe qué hacer con ellos y ya se han suscitado en relación con los mismos serios problemas jurídicos. ¿Cuántos embriones congelados hay en la Argentina?.

A propósito de “sexo sí, hijos no” de la etapa anterior se ha sumado el otro extremo: “hijos sí, sin sexo”, otra variante del descalabro antropológico. El hijo ya no es un don, fruto del amor, sino objeto de deseo y de producción. Esta aplicación técnica a la naturaleza de la procreación humana abre paso a otras perspectivas alucinantes: bancos de óvulos y de esperma a los que se recurre para el caso de fecundación heteróloga (cuando ya no se trata de gametos de marido y mujer) y de las parejas homosexuales que aspiran a “fabricar” un hijo; alquiler de vientres (que eufemísticamente se llama maternidad subrogada); posibilidad de elegir a gusto las características del hijo. En algunos países tiene vigencia el diagnóstico preimplantatorio: se elige el embrión que parece más apto y se descarta a los demás, sobre todo si puede presumirse una futura discapacidad.

Muchos critican a la Iglesia porque consideran que la posición del Magisterio es retrógrada y que no se pone a tono con las posibilidades que ofrece la ciencia. Pero lo que la Iglesia mira y defiende siempre es la dignidad del ser humano, que comienza por el modo de ser concebido, según el orden natural. Su alteración trae consecuencias espeluznantes. Es necesario reflexionar sobre estas cosas para que no juzguemos de ellas en términos puramente sentimentales. Debemos considerar con respeto la aspiración de un matrimonio a tener un hijo (aspiración que no es un derecho), pero cuanto está en juego la sacralidad de la vida humana y la dignidad de su transmisión hay que pensar con la cabeza y poner en juego el sentido común.


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(1) Este paradigma fue enunciado en 1974, por Joseph Fletcher, uno de los padres de la fecundación extracorpórea, en su libro Ética del control genético. Fletcher desarrolla su teoría a partir de la afirmación “tenemos la obligación moral de controlar la calidad y la cantidad de los bebés que traemos al mundo”. Vid. Fletcher, J., Ética del control genético, La Aurora, Buenos Aires 1978, pp. 206-207; vid. también Sanahuja, J. C., El Desarrollo Sustentable. La nueva ética internacional, Ed. Vortice, Buenos Aires 2003, pp. 57-60



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"Oh, Corazón Inmaculado de María, refugio seguro de nosotros pecadores y ancla firme de salvación, a Ti queremos hoy consagrar nuestro matrimonio. En estos tiempos de gran batalla espiritual entre los valores familiares auténticos y la mentalidad permisiva del mundo, te pedimos que Tu, Madre y Maestra, nos muestres el camino verdadero del amor, del compromiso, de la fidelidad, del sacrificio y del servicio. Te pedimos que hoy, al consagrarnos a Ti, nos recibas en tu Corazón, nos refugies en tu manto virginal, nos protejas con tus brazos maternales y nos lleves por camino seguro hacia el Corazón de tu Hijo, Jesús. Tu que eres la Madre de Cristo, te pedimos nos formes y moldees, para que ambos seamos imágenes vivientes de Jesús en nuestra familia, en la Iglesia y en el mundo. Tu que eres Virgen y Madre, derrama sobre nosotros el espíritu de pureza de corazón, de mente y de cuerpo. Tu que eres nuestra Madre espiritual, ayúdanos a crecer en la vida de la gracia y de la santidad, y no permitas que caigamos en pecado mortal o que desperdiciemos las gracias ganadas por tu Hijo en la Cruz. Tu que eres Maestra de las almas, enséñanos a ser dóciles como Tu, para acoger con obediencia y agradecimiento toda la Verdad revelada por Cristo en su Palabra y en la Iglesia. Tu que eres Mediadora de las gracias, se el canal seguro por el cual nosotros recibamos las gracias de conversión, de amor, de paz, de comunicación, de unidad y comprensión. Tu que eres Intercesora ante tu Hijo, mantén tu mirada misericordiosa sobre nosotros, y acércate siempre a tu Hijo, implorando como en Caná, por el milagro del vino que nos hace falta. Tu que eres Corredentora, enséñanos a ser fieles, el uno al otro, en los momentos de sufrimiento y de cruz. Que no busquemos cada uno nuestro propio bienestar, sino el bien del otro. Que nos mantengamos fieles al compromiso adquirido ante Dios, y que los sacrificios y luchas sepamos vivirlos en unión a tu Hijo Crucificado. En virtud de la unión del Inmaculado Corazón de María con el Sagrado Corazón de Jesús, pedimos que nuestro matrimonio sea fortalecido en la unidad, en el amor, en la responsabilidad a nuestros deberes, en la entrega generosa del uno al otro y a los hijos que el Señor nos envíe. Que nuestro hogar sea un santuario doméstico donde oremos juntos y nos comuniquemos con alegría y entusiasmo. Que siempre nuestra relación sea, ante todos, un signo visible del amor y la fidelidad. Te pedimos, Oh Madre, que en virtud de esta consagración, nuestro matrimonio sea protegido de todo mal espiritual, físico o material. Que tu Corazón Inmaculado reine en nuestro hogar para que así Jesucristo sea amado y obedecido en nuestra familia. Qué sostenidos por Su amor y Su gracia nos dispongamos a construir, día a día, la civilización del amor: el Reinado de los Dos Corazones. Amén. -Madre Adela Galindo, Fundadora SCTJM

CONSAGRACIÓN DEL MATRIMONIO A LOS DOS CORAZONES EN SU RENOVACIÓN DE VOTOS

CONSAGRACIÓN DEL MATRIMONIO A LOS DOS CORAZONES EN SU RENOVACIÓN DE VOTOS
Oh Corazones de Jesús y María, cuya perfecta unidad y comunión ha sido definida como una alianza, término que es también característico del sacramento del matrimonio, por que conlleva una constante reciprocidad en el amor y en la dedicación total del uno al otro. Es la alianza de Sus Corazones la que nos revela la identidad y misión fundamental del matrimonio y la familia: ser una comunidad de amor y vida. Hoy queremos dar gracias a los Corazones de Jesús y María, ante todo, por que en ellos hemos encontrado la realización plena de nuestra vocación matrimonial y por que dentro de Sus Corazones, hemos aprendido las virtudes de la caridad ardiente, de la fidelidad y permanencia, de la abnegación y búsqueda del bien del otro. También damos gracias por que en los Corazones de Jesús y María hemos encontrado nuestro refugio seguro ante los peligros de estos tiempos en que las dos grandes culturas la del egoísmo y de la muerte, quieren ahogar como fuerte diluvio la vida matrimonial y familiar. Hoy deseamos renovar nuestros votos matrimoniales dentro de los Corazones de Jesús y María, para que dentro de sus Corazones permanezcamos siempre unidos en el amor que es mas fuerte que la muerte y en la fidelidad que es capaz de mantenerse firme en los momentos de prueba. Deseamos consagrar los años pasados, para que el Señor reciba como ofrenda de amor todo lo que en ellos ha sido manifestación de amor, de entrega, servicio y sacrificio incondicional. Queremos también ofrecer reparación por lo que no hayamos vivido como expresión sublime de nuestro sacramento. Consagramos el presente, para que sea una oportunidad de gracia y santificación de nuestras vidas personales, de nuestro matrimonio y de la vida de toda nuestra familia. Que sepamos hoy escuchar los designios de los Corazones de Jesús y María, y respondamos con generosidad y prontitud a todo lo que Ellos nos indiquen y deseen hacer con nosotros. Que hoy nos dispongamos, por el fruto de esta consagración a construir la civilización del amor y la vida. Consagramos los años venideros, para que atentos a Sus designios de amor y misericordia, nos dispongamos a vivir cada momento dentro de los Corazones de Jesús y María, manifestando entre nosotros y a los demás, sus virtudes, disposiciones internas y externas. Consagramos todas las alegrías y las tristezas, las pruebas y los gozos, todo ofrecido en reparación y consolación a Sus Corazones. Consagramos toda nuestra familia para que sea un santuario doméstico de los Dos Corazones, en donde se viva en oración, comunión, comunicación, generosidad y fidelidad en el sufrimiento. Que los Corazones de Jesús y María nos protejan de todo mal espiritual, físico o material. Que los Dos Corazones reinen en nuestro matrimonio y en nuestra familia, para que Ellos sean los que dirijan nuestros corazones y vivamos así, cada día, construyendo el reinado de sus Corazones: la civilización del amor y la vida. Amén! Nombre de esposos______________________________ Fecha________________________ -Madre Adela Galindo, Fundadora SCTJM

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5 Actitudes que aprendemos dentro de la #Familia según el #PapaFrancisco

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Macri representa la codicia neoliberal

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Ni salud ni educación ni erradicación de pobreza, solo aporte para la ignorancia y la medicrodidad burguesa